jueves, 22 de octubre de 2009

Una guerra con dos escenarios

Los talibanes, grupo musulmán de origen pashtun (mayoría étnica en Afganistán y parte de Pakistán), se han convertido en la piedra en el zapato del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y de sus aliados de la OTAN. Los servicios de inteligencia estadounidenses estiman que cada vez hay más fundamentalistas islámicos que operan en la frontera afgano-paquistaní. De unos 10.000 insurgentes en 2007 hoy estarían operativos unos 17.000. Alrededor de 1,5 por ciento serían extranjeros y algunos pertenecerían a la red terrorista Al Qaeda.



Mientras que la situación empeora en Afganistán, pese a los más de 100.000 soldados occidentales que están desplegados -de los cuales 65.000 son norteamericanos- y al envío de más tropas, el flagelo de los terroristas islámicos se extiende peligrosamente a la vecina Pakistán, uno de los países nucleares de la región. La hipótesis de conflicto permanente de Pakistán ha sido la India, su vecina y enemiga histórica, por lo que el ejército está preparado para una guerra convencional, pero no para combatir a los insurgentes. Los talibanes que huyeron a Pakistán, se hicieron fuertes con el apoyo del servicio de inteligencia de ese país. Los pakistaníes sostienen a insurgentes pashtun o han tolerado a los grupos punjab, incluso Jaish-e-Muhammad y Lashkar-e-Jhangvi, por afinidad ideológica y para contrarrestar la influencia de India.

La sangrienta serie de atentados que causó la muerte a casi 200 personas en los últimos días demuestra que los talibanes intensifican su ofensiva, mientras que las fuerzas de seguridad paquistaníes se muestran impotentes para frenarla como sucede en la vecina Afganistán. Los insurgentes islamistas aliados a Al Qaeda son responsables de una ola sin precedentes de atentados, en su mayoría suicidas, con un balance de más de 2.250 muertos en los últimos dos años, y la huída de más de 90.000 civiles desde comienzos de agosto.

Los fundamentalistas y sus aliados superaron los conflictos generados por la sucesión del jefe del Movimiento de los Talibanes de Pakistán (TTP), Baitulá Mehsud, abatido el 5 de agosto pasado por un misil norteamericano, y se hacen fuertes en su bastión de Waziristán.

Los sangrientos enfrentamientos y atentados muestran que el conflicto se prolongará y que la situación del único país musulmán que cuenta con la bomba atómica se parece cada vez más a la de Irak o Afganistán, en lo que a violencia se refiere.

El mayor error lo cometió el ex presidente paquistaní, Pervez Musharraf, que a pesar de apoyar la alianza internacional contra el terrorismo, permitió que los talibanes que huían de la ofensiva estadounidense y de la OTAN erigieran santuarios en las regiones tribales de la frontera con Afganistán.

Esta manifestación del poderío talibán puso en aprietos al gobierno del presidente Asif Alí Zardari, el viudo de la asesinada líder Benazir Bhutto, ya que evidenció la extrema debilidad del gobierno, la primera administración civil en una década, inmersa en graves problemas sociales, económicos y de seguridad.

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama promulgó hace pocas horas una ley de ayuda al país asiático por 7.500 millones de dólares destinados, entre otras cosas, “a combatir el extremismo que amenaza a Pakistán y a Estados Unidos”. La ley, también conocida como Kerry-Lugar-Berman, contempla la entrega de recursos por un monto de más de mil millones de dólares anuales.

Washington le reclama al gobierno de Zardari una ofensiva real en las montañas del noroeste pakistaní, en el límite con Afganistán, donde se refugia la cúpula de Al Qaeda, y desde donde se alimentan las redes terroristas de yihadistas.

Waziristán del Sur es uno de los reductos de los talibanes junto a la frontera con Afganistán. Se estima que allí residen entre 6.000 y 10.000 combatientes talibanes, a los que hay que sumar la presencia de un importante número insurgentes extranjeros, en particular uzbecos. Hoy está en marcha una ofensiva con 60.000 soldados desplegados, tanques y aviones, pero si Pakistán no logra contener el avance talibán, y cae en una guerra civil o en la anarquía, la violencia podría seguir extendiéndose en la volátil región.

Pakistán, con unos 165 millones de habitantes, es el sexto país más poblado del planeta, y el segundo país del mundo con mayor población musulmana. Sus fuerzas armadas llegan al millón de efectivos, lo que hace de Pakistán la séptima potencia militar del mundo.

Esta potencia atómica tiene, a menos de 100 kilómetros de su capital, a los islamistas más radicales. Los talibanes avanzan sin freno, y están decididos a derrocar al débil y desconcertado gobierno de Zardari, y desde el poder, imponer un régimen religioso, regido por la “sharia”, la aplicación ultraortodoxa de la letra del Corán, tal como lo hicieran en Afganistán. La principal diferencia con aquella experiencia, que desató un enfrentamiento que ya lleva ocho años, es que en este caso los talibanes –que conciben la guerra santa contra los infieles a escala internacional- serían una potencia nuclear con unas 80 cabezas atómicas. Si la misión fracasa, allí tendremos terroristas, campos de entrenamiento y un futuro peligroso e incierto.

El gobierno de Obama reconoció que no puede dar seguridad a Afganistán, en donde murieron 800 estadounidenses desde el 7 de octubre del 2001, con una frágil Pakistán. Los comandantes militares de Estados Unidos sostienen que los dos escenarios son parte de la misma guerra. Las probabilidades de encontrar una salida que no incluya la intensificación del uso de la fuerza –con el consiguiente aumento de bajas- parecen reducidas. No puede haber solución para la guerra de Afganistán si la crisis sobrepasa sus permeables fronteras, y tampoco hay una salida para la inestabilidad en Pakistán si Afganistán sigue siendo un incontrolable polvorín. El enemigo es uno, pero la guerra tiene dos escenarios